Somùncura (segunda parte)

Esa mañana, Concepción Hinojosa salió, como todos los días hábiles de su semana, puntualmente, al último balcón del chalet Pujol, a las nueve y treinta. Desde hace dieciseis años, Conce, inefable matrona de una extensa prole, trabajaba en la limpieza del ilustre chalet, hoy convertido en Museo de Ciencias Naturales y Oceanográfico de Puerto Madryn. A esa construcción enigmática, poblada de fantasmas y mayólicas europeas, Conce lustraba, enceraba, sacaba el polvo pertinaz que se introducía en las junturas de plomo de los vitraux de cristal, mientras canturreaba canciones de la guerra civil, a veces, o de la cumbia villera con que la castigaban sus nietos a diario. Conocida en Madryn por tener tantos hijos pescadores como hijas atorrantas, que supieron alborotar al pueblo con su belleza y simpatía, hoy amansados por el tiempo los ánimos, se dedicaban a cocinar y limpiar para afuera, como la madre.
Conce, o simplemente, la gallega, salió al balcón a las nueve y media en punto, dispuesta a terminar la limpieza gruesa y continuar con el blem y la cera, pero cuando salió al mirador, que por razones de seguridad, prácticamente no se usaba, se encontró con un inmenso nido de cigüeña, que parecía surgido de la nada.
En esta zona de la Patagonia no son frecuentes las cigüeñas, y es sabido que sus nidos son inmensos y complicados, por consiguiente era imposible que se hubiera construido allí, delante de sus propias narices vigilantes y pulcras, algo lo debería haber traido, léase el viento, o mano ajena, o algún evento sobrenatural.
La gallega bajó presurosa por las intrincadas escaleras caracol del chalet para comunicarle el hecho a los empleados del museo; ellos tenían formación en el área, y podían darle una explicación de la aparición del nido.
Se encontró con Germán, tomándose un mate en la cocina, y el muchacho, pasante de la carrera de Ciencias Naturales, le acercó un humeante cimarrón.
Conce le contó su hallazgo y juntos se dirigieron al mirador.
Lo primero que constató Germán fue que ,efectivamente, era un nido de cigüeña, ya que para un lego en la materia hubiera sido sólo un nido grande, pero Conce los había visto, de niña en su España natal, y se sabe, que lo que se aprende en la infancia y por la experiencia directa, jamás se olvida, así que Germán se tragó para sus adentros la sonrisa complaciente de burla que le había dedicado a Conce cuando le comunicó la naturaleza del nido y le pidió disculpas por haber dudado de sus palabras. Paso siguiente, lo llevó tal cual estaba, al interior del museo, para trasladarlo al Centro Nacional Patagónico para ser analizado.
Conce volvió a sus tareas, y el trapo de piso fue reemplazado por la gamuza y el blem, pero no se podía dejar de preguntar por el nido, ¿qué lo habría traído hasta allí? ¿desde cuándo hay cigüeñas en Madryn o alrededores?, decidió hacer su propia investigación. Al salir nuevamente al balcón encontró algo, que se había caído del nido, sin que ella y Germán, en un principio, lo notaran. Un blanco huevo de cigüeña, un poco cascado, que ostentaba una cruz roja en la cáscara, una roja cruz vagamente conocida por Conce, ¿dónde había visto antes esa cruz? porque le resultaba familiar. Lamentó en silencio la efímera vida del avecilla, y se lo guardó en el bolsillo del delantal, para preguntarse más tarde por los raros eventos que habían cambiado su mañana.