martes, 9 de septiembre de 2008

Los Anarquistas

Los anarquistas

El día 26 de agosto Laurencio se fue conchabado al campo de Don Minor Contreras.
Al salir de Gregores tenía puestas pilchas de estreno.
Contento por el conchabo, había sacado a cuenta unas bombachas nuevas y un par de botas que, a los cuatro días, le habían sacado sendas ampollas en los talones. Pero igual se fue feliz. Con el entusiasmo propio que genera un trabajo nuevo.
Poco y nada le habían dicho de don Minor, salvo que no le duraba ningún peón.
Jamás hacía él la contratación directa. La hacía a través de un leguleyo del pueblo, de fama sospechosa, que, según se comentaba, había hecho fortuna por medios inconfesables.
Pero eso, formaba parte de la oscura leyenda del pueblo. Y era muy probable que hubiera nacido del resentimiento intrínseco que siente la peonada por alguien a quien la plata le dura en los bolsillos más de veinticuatro horas.
La cuestión que el mismo Doctor lo acercó a Laurencio al campo, alejado por más de ochenta kilómetros de Gregores.
La chata levantaba polvo por los malos caminos del desierto, y Laurencio, en la caja, viajaba dando saltos por los pozos del camino. Ni lo notó. Todavía le duraba el entusiasmo. Mas cuando vio el rancho perdido en la lejanía, el entusiasmo se enfrió de repente. Pensó que iba a un establecimiento decente. Esos hermosos cascos de estancia que siempre se sueñan en la Patagonia. Ésta era una miserable casilla, sin dependencias ni galpón, con una pequeña aguada a su lado. Y Laurencio empezó a preguntarse como iba a hacer para ir al pueblo los días francos.
La mala impresión se acentúo cuando Don Minor salió a recibirlos, dando tumbos de borrachera, a las diez de la mañana.
El Leguleyo casi lo tiró, con pilchas y todo, en el supuesto patio delantero de la tapera. Cruzó dos palabras y una puteada con Don Minor y se fue, sin despedirse de Laurencio.
Don Minor gruñó en la jerga incomprensible de los curdas ciertas palabras que Laurencio no entendió, y a los minutos sintió en la carne el primer lonjazo.

-Son cosas de mamados- Se dijo el pobre Laurencio, con el orgullo herido.
Si bien él era nada más que un peón no sentía justo recibir ese trato. Pero como había visto en su vida muchos curdas y él no era gente de prenderse en peleas, lo dejó pasar.
Don Minor durmió la mona hasta el atardecer, y una vez fresco, su ánimo era más violento aún que en curda.

-Mire m’hijo, Ud. acá no se la va llevar de arriba, ¿sabe?, vaya comprendiendo que si trabaja , come, si hace sebo, se jode, y que le vaya entrando en la cabeza-.

-¿Donde duermo?- Le preguntó Laurencio, un tanto apichonado por la reacción brutal de Don Minor.

-Acá mesmo, se me tira un quillango en el piso y se pone a vigilar que no vengan los anarquistas-

Él no se animó a preguntar qué eran los anarquistas. Y obedeció, callado, la orden impartida.
Mientras se sentía un pavo por haber aceptado ese conchabo; y doblemente pavo por haberse endeudado a cuenta.
No le daba la cara para volver a Gregores sin la plata para pagarle al bolichero. Su único capital era su palabra y su decencia.
Al amanecer, los gritos destemplados de Don Minor lo levantaron de la pretendida cama.

-Cagamos, deben haber llegado los anarquistas-.

Fue su única reflexión , y conste que él no sabía si los anarquistas eran gente, alimañas de campo, bandidos, o demonios de algun tipo..
Pero no, no eran los anarquistas, era Don Minor, en pedo de nuevo, que lo mandaba a buscar agua del pozo.
Laurencio comenzó a preguntarse cuál sería su trabajo. Él, majada no habia visto, ni montura con que recorrer el campo, en el supuesto caso que la majada estuviera campo adentro.
Hizo café, después de revolver por horas la cocina, que era un caos de botellas vacías, y le acercó a Don Minor un tazón grande y oloroso de la poción que cura las resacas y las curdas.
Cuando éste se tranquilizó, creyó oportuno preguntarle, cuál era el trabajo que se esperaba de él.

-¿Dónde tengo que ir a buscar la majada, Patrón?-

-No hay majada, m’hijo, ya no tengo, se la vendí al dotor-

-¿Y cuál va ser mi trabajo, entonces ?-

-Cuidarme, muchacho, hacer la comida, y no escaparte como los otros hijos de su madre; un tiro en la cabeza le di al último... se me quiso retobar, sabes?-

-Pero yo soy peón, patrón- Le dijo Laurencio, con lágrimas en los ojos.

-Qué vas a ser peón vos, hijo de perra!..-

Se dio cuenta que estaba perdido, no había caballo para escapar. Ni soñar con caminar ochenta kilómetros.
Y no tenía la plata para pagarle al bolichero las malditas pilchas, que acá, ni siquiera le lucían.
Pero su joven sabiduría le dijo que mejor no darle a Don Minor más razones para enojarse.
A los diez días Laurencio se sabía la rutina de memoria. Debía levantarse al primer grito de Don Minor, si nó azote por el lomo. Ir a buscar agua para preparar el café y los mates, si nó, azote. Hacer la comida, si Don Minor no vomitaba antes, si vomitaba: azote, por querer envenenarlo. Y cuando habia azote, Laurencio no comía. Don Minor lo encerraba en un cuartito con candado, y él tenía que esperar que se le pase la borrachera para soltarlo. Muchas veces temía que Don Minor se muriera con un vómito atravesado; y de morirse de hambre en ese cuarto miserable, de ese rancho miserable, en ese paraje olvidado hasta por los caranchos.
Ya estaba quedando puro hueso el pobre Laurencio. Las bombachas le colgaban de las nalgas descarnadas y curtidas a golpe de lonjazo, pero no tenía alternativa. Sólo esperaba que el Doctor viniera, a lo mejor a traer víveres, y rogarle que lo sacara de allí, a cualquier precio.
Pero el doctor no aparecía, los víveres empezaban a escasear, y el humor de Don Minor ante la falta de alcohol se tornaba a cada vez mas siniestro, asi como sus delirios de borracho, que siempre incluían a los anarquistas.
Un helado amanecer, Laurencio fue hasta el pozo, a buscar agua para hacerle unos mates a Don Minor, que,- cosa extraña - estaba fresco; cuando divisó, entre las bardas amarillas, una nube de polvo que se acercaba.
Un auto seguro que no era, porque por allí no circulaba el camino.
Un grupo de jinetes se acercó en silencio al rancho, luego de hacerle a Laurencio la seña de que se callara.
Patearon la puerta con violencia, y Laurencio escucho a Don Minor gritar desde adentro:

-¡Los anarquistas, muchacho, llegaron los anarquistas!-

Laurencio se sintió aliviado, ahora sabía qué eran los anarquistas, eso si, todavía no sabía si eso era bueno o era malo.
Lo que le constaba era que Don Minor no los quería. Y eso debía ser bueno para él.
El que lideraba el grupo, y lucia un pañuelo rojo en el cuello, se acercó a Don Minor y le dijo:

-Viejo hijo de puta, ya estás de nuevo esclavizando gente. Mira que te dijimos que te dejaras de joder, borracho malparido-

-Si yo no lo tengo de esclavo, él está porque quiere, ¿No es cierto m’hijo?-

-No- Les respondió Laurencio, temiendo que se le escapara de las manos la única posibilidad de salir de allí.

-Este viejo me encierra, me pega, me deja sin comer, y encima, no me paga-

-Tomá pibe, matalo vos, te corresponde, aunque yo me quedo con las ganas-
Le dijo el del trapo rojo.

Y Laurencio tomó la pistola que le alcanzaban, sin temblar su mano apuntó en medio de los ojos del viejo borracho que temblaba y lloraba. Le disparó una sola vez.
Los anarquistas, que llevaban de tiro un pinto muy hermoso, le extendieron la rienda y de un salto, lo montó.
La mañana los remontó tras las bardas, dejando tras de sí una perezosa nube de tierra blanca.

Claudia Sastre

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Este espacio es un homenaje a un Grupo Literario que existiò el la Patagonia y del que tuve el honor de ser una de las fundadoras. Este grupo, ademàs de su labor poètica y una gran militancia en el campo de las letras y la cultura, iniciò una crìtica literaria en la zona.
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